Nota del transcriptor

Nota del transcriptor

Las cartas transcritas a continuación, forman parte de una serie de documentos hallados en una tumba clandestina de persona no identificada. Se trata de las memorias y reflexiones de un frustrado escritor, que, seguramente, al no poder sacar mayor provecho de su vida, se dedicó a abordar todo tipo de temas sin seguir un método verdaderamente analítico para ello.


Al parecer, el autor de los escritos es el mismo que fue hallado en la fosa. Las primeras investigaciones hacen suponer que el susodicho personaje tuvo la ocurrencia de suicidarse, encerrándose herméticamente en un féretro de acero ribeteado. El médico forense asegura que el desdichado murió de asfixia, desnudo, arropado por los textos de su autoría y libros varios, entre los que se cuentan la Biblia y las obras de Montaigne y Nietzsche. De la mujer a la que escribió varias de sus epístolas tampoco se sabe nada hasta ahora. Lo único que se tiene es una nota apenas visible en la que se lee: “... A ella tampoco se le juzgue: hizo todo por mí. Soy el único al que se puede enjuiciar por esta penosa separación. Adiós, pues. 13 de diciembre de 1973”.


La mayoría de los documentos se perdieron o son ilegibles debido al proceso natural de descomposición del cuerpo que envolvían. Sin embargo, algunos aún pueden rescatarse. Desafortunadamente, como no tienen ningún valor para las autoridades, los escritos han sido tirados a la basura. Como amigo del ministerio público solicité se me permitiera escribir sobre el caso, y es así como pude rescatar lo que aquí presento. No obstante, al lector le anticipo que nada nuevo hallará en las disertaciones aquí contenidas, amén del morbo que puedan provocar las intimidades de un desahuciado que lo mismo habla de sexo que de religión. Por esa razón, sugiero que este libro sea leído sólo por ignorantes y no por entendidos; pues, si bien no contiene nada que al espíritu eleve, cuando menos expone ciertas cosillas francas sobre la estupidez de la carne, que al vulgo no le han de ser nada despreciables. No es mi afán ofender a ningún docto y probo conocedor de las ideas universales, pero creo que los iletrados todavía guardan una cualidad ya perdida en cualquier otro: la franqueza. Pues el tonto no engaña a nadie más que a él mismo.


Y como ningún libro es tan malo como para que no contenga algo bueno, dejo aquí testimonio de que aun los suicidas pretenden jamás morir.

viernes, 5 de octubre de 2012

A LA MUJER CAMALEÓN: Carta uno (fojas 1-10)

La virtud de los grandes escritores
es que hacen una interpretación arbitraria de la vida;
aunque la vida, como toda interpretación, siempre es arbitraria.

Hablemos, pues, de la belleza femenina. ¿Has pensado que a toda mujer le basta con ser bonita? Grave cosa dices. Pues no hay algo más estúpido que aferrarse a lo perecedero. Y aun el más elevado pensamiento muere atestado por el polvo; ni el gran Ovidio podrá resistirse al olvido: polvo al polvo. Lo que llamamos “vida” no es más que degradación de lo inconmensurable, que, a la larga, se sumerge otra vez en el interminable río que es el proceso de creación. Sí, “todo cambia”, “todo es movimiento”, y nada puede detenerse puesto que hay algo que se llama la Calma Cósmica: la fuente divina que se vuelve plastogénesis del pensamiento, pero que nunca ha tenido una forma perceptible por el acto de la cognición. ¿Crees que la belleza femenina es tan perfecta como para “Ser” sin tener “Forma” en la mente humana? Tú misma has dicho que los hombres sólo ven en ti las formas abultadas de tu cuerpo. Yo te pregunto: ¿Por qué, entonces, las haces más visibles? Dichosas las rameras que en estas cosas no simulan. Y es que el hombre no puede abandonar la Forma, pues ella redime la Razón y hace posible el Ser. Dale un lápiz a un niño que no sepa escribir ni leer y pídele que escriba en una hoja la palabra “razón”; verás como resultado un montón de líneas que se entrecruzan sin sentido aparente, pero que, en respuesta a la persistencia del ojo, cobran figura. Pues bien, eso es la Razón; es más, también es Fe. ¡Y qué son la fe y la razón sino espejismo en el desierto! ¿Acaso no la ilusión creó a Dios? Pues mira, tú, ¿cuán perfectas pueden ser tus formas que la Forma misma no las contenga? Ah, vana es la exigencia del ojo que sin luz es inútil. Escucha: el ojo no es la “lámpara de aceite” ni el “espejo del alma”, ni de los sentidos el perfecto. Así que para “no ver la paja en el ojo ajeno”, basta con arrancar la paja junto con el ojo. ¿No fue el tal Da Vinci quien elevó a grado divino el sentido de la vista? Pero ni éste ni cualquier otro pueden despreciar el movimiento, que en el ser humano sólo es asequible en las cosas que podemos recordar y percibir con emoción: la música no puede verse y, sin embargo, crea las formas más excelsas en el órgano sonoro que es nuestro cuerpo. Pues el movimiento no tiene que ver con el desplazamiento temporal de los cuerpos en el espacio, sino con la propiedad que adquiere la forma al ser transmutada. Por eso yo confío más en mi olfato que en los colores. Así, una mujer sólo me es real hasta que puedo sentir su aroma. Y al olerla, también, la veo, toco, gusto, oigo, deseo, quiero, etcétera, etcétera. Puesto que quien huele posee, el que sólo ve se engaña. No creas, pues, a nadie cuando te diga “te amo” o “qué bien te ves”; mejor, pídele que te huela y sabrás la verdad. Más no pongas atención en sus palabras, sino en sus gestos. El olfato tiene la inocencia y primitivismo de un niño: siempre te dirá la verdad, aunque tú a eso le llames fantasía.

¿Crees, entonces, que eres bonita? ¿Debo “amarte” por ello? “Soy tuya”, me dices. No obstante, te gusta entregar tus formas a los ojos del transeúnte y solícito libidinoso. Te gusta ser poseída y no reparas en que eso significa estar sometida. Hace unos días te puse a Mozart para que hiciéramos el amor tocando nuestros cuerpos sin penetrarnos, y tú no hacías otra cosa que buscar mi carne: “Hazme el amor”, pediste, y yo te respondí que lo estábamos haciendo. Luego te apartaste de mí, molesta, diciendo que a veces no me comprendías. Y eso fue todo. Ahora te digo lo que no dije esa noche: a lo que tu llamas “hacer el amor”, que confundes con cópula, yo llamo “Música”. Pues para que el éxtasis llegue, cada órgano y partícula dentro y fuera de los cuerpos entregados, cada silencio y espacio y cuerpo inerte que observa, deben integrarse en una total y perfecta sinfonía: esa noche, tú, Mozart y yo, en verdad, hacíamos el amor; es decir, creábamos la música del vibrato universal por donde mira Dios: juntamos alma y carne, sentido y sentimiento, vida y muerte finita. ¿Por qué razón no tuviste orgasmos en brazos de otro? Simple: las cuerdas de tu sangre no vibraron nunca. Pues, para ello, es necesario conocer las propiedades de los cuerpos y la naturaleza del sonido interior... [Continúa en siguientes fojas]